IZANAGI E IZANAMI

 

La séptima generación de dioses nacida en la Llanura Alta del Cielo es la más importante: Izanagi o Primer Hombre e Izanami o Primera Mujer (también llmados Padre Cielo y Madre Tierra). Los dioses se reunieron y decidieron enviar a una pareja de ellos a la Tierra que seguías siendo una amalgama de materias, aguas y tierra, informe y blanda. Subieron a una nube de bellos colores que les ofreció el Señor del Cielo para iniciar su viaje. Partieron, pues, y en su descenso la nube fue dejando su estela de colores delicados como ella y brillantes como la luz; era el Puente del Cielo que tambiénllamamos Arco Iris.

 

Descendieron Izanagi e Izanami hasta el final del Puente del Cielo, que estaba sumido en una niebla tan densa como la oscuridad de la noche. Ni luz, ni sonidos, ni brisa; tan sólo podían sentirse el uno al otro.

-¿Es esto la Tierra? -preguntó ella, entre ansiosa y dubitativa.

-Aquí está nuestro trabajo -dijo él, mientras hundía el venablo una y otra vez en las volutas de la niebla negra buscando suelo firme donde pisar.

No encontraba, sin embargo, nada sólido al final de Amanonuboko.

-Ciertamente es movedizo y viscoso -dijo, triste, él.

Inesperadamente, las nieblas empezaron a levantarse, y en la punta del venablo apareció un grumo de barro que cayó de nuevo; poco a poco el brazo vigoroso de Izanagi y el venablo separaron muchos grumos que se unían al caer del arena, liberando igualmente aguas limpias. Nacieron, así, diminutas islas mayores y, cuando las nieblas se disiparon, vieron un cielo azul radiante que se reflejaba en una inmensa masa de agua que rodeaba las islas.

Entusiasmados, corrieron por las playas de la isla de Onogoro, que fue la primera que pisaron, y exploraron cada rincón encantados y sorprendidos con todo lo que veían. Cuando, ya cansados, se sentaron en una pequeña llanura a contemplar su islita, dijo Izanagi:

-Puesto que somos los primeros en pisar esta tierra, levantemos un altar en este llano para servir a los dioses que nos enviaron.

-Sí, -contestó ella alegre y encantadora- y levantemos una gran columna que llegue al cielo para sentimos siempre cerca de nuestro primer hogar.

Así lo hicieron; cuando lo acabaron, oraron en él y dieron los nombres: a la isla, Onokoro; al altar, Yashidono; y a la columna, Amanomihashira o Augusto Pilar del Cielo. Después empezó una nueva transformación: los cielos se separaron definitivamente de los mares, y ellos empezaron a formar y recorrer muchas islas que habían nacido. Eran ocho grandes islas, a las que pusieron los nombres según iban naciendo: Awaji, Honshu, Shinkoku, Kyúshú, las islas gemelas de Oki y Sado, y, finalmente, lki. Después siguieron naciendo más y más islas que Izanagi recortía mientras Izanami atendía al altar y la columna. Así pasó el tiempo y, mientras atendía el culto, Izanami vio florecer los árboles, dar sus cosechas las tierras, brotar las flores, nacer los polluelos en los nidos, los gazapos en las madrigueras, los cervatos en los bosques; todo daba su fruto inundando el aire de una plenitud alegre de la que sólo estaba excluida Izanami.

Izanagi, preocupado al verla tan apenada, le preguntó cuál era la causa de su tristeza, y así tuvieron su primer encuentro amoroso. Ambos rodearon el Augusto Pilar del Cielo, él por la izquierda, ella por la derecha. Cuando se encontraron, Izanami dijo:

- Es encantador encontrar un hombre tan apuesto.

-¡Qué gran placer hallar una doncella tan hermosa! -contestó él, pero en su voz vibraba un fondo de disgusto.

Se unieron y fueron hombre y mujer; pero ya nada volvió a ser igual, y la alegría desapareció entre ellos. A su tiempo, Izanami alumbró un hijo, pero era un ser débil y viscoso como una sanguijuela.

-Este hijo es prueba del disgusto de los dioses -dijo el esposo.

-No debemos quedamos con él.

Colocó al pequeño en una barca de juncos y le abandonó en el mar. Llegó la tristeza a ellos; sin embargo, todo debía continuar y, después de consultar a los dioses, dijo a su esposa:

-Los dioses están disgustados y me han dicho que el hombre tiene precedencia sobre la mujer y, cuando rodeamos el Augusto Pilar del Cielo, fuiste tú quien habló primero. Debemos volver a rodearlo.

Así lo hicieron y, cuando se encontraron otra vez tras rodear la columna, dijo Izanagi:

-He de agradecer a los dioses que hayan puesto en mi camino una joven tan bella.

-Y yo por permitirme conocer a tan aguerrido mozo.

 

Se miraron fijamente y el amor nació entre ellos. De aquella nueva unión grata a los dioses nació el kami del Mar, y después Izanagi e Izanami engendraron otros muchos kami, de los bosques, de las montañas, de las estaciones, de los ríos, de la teja, del portal.

Entre todos ellos nacieron los kami destinados a las más altas misiones: Amaterasu, diosa del Sol, y el dios Susanó-wo, dios del Fuerte Viento del Final del Verano. También nació entonces el dios de la Luna, Tsukuyo-mi. La felicidad de sus padres era inmensa viéndose rodeados de hijos tan bellos y poderosos; pero, incluso en aquellos primeros tiempos, la felicidad no es algo que pueda durar en esta tierra.

Engendraron el kami del fuego, Kagutsuchi, elemento que carecía de espíritu hasta entonces, y al nacer causó a su madre tan graves quemaduras que entró en una larga y dolorosa agonía. Rechazaba todo alimento y de sus vómitos nacieron los kami de los metales, y de otras sustancias que expulsó su cuerpo nacieron el dios y la diosa de la Tierra. Fueron en vano los cuidados y las atenciones de su esposo y, finalmente, murió.

 

El dolor de Izanagi fue inmenso y ni los esfuerzos de sus muchos hijos consiguieron consolarle. Caminó muchos días y noches llorando, hasta que decidió ir a buscar a su esposa al reino de las tinieblas y traerla de nuevo al mundo de la luz. Así que, afrontando las sombras y los peligros de tan inhóspito tierra, emprendió el largo viaje que le llevó a Izanami. La alegría de ambos les fundió en un largo y estrecho abrazo. Después él dijo que venía a buscarla pues necesitaba de ella, que ya no había alegría en el mundo y que les quedaba mucho por hacer juntos. Izanami sonrió tristemente y dijo:

-Eso ya no es posible por mucho que lo deseemos. He comido la comida de este siniestro lugar y he bebido su vino; por eso, esposo mío, no puedo regresar a la luz contigo.

Pero tanto suplicó y se empecinó Izanagi, decidido a no volver a la tierra sin ella, que su esposa acabó por decir:

-¿Qué no haría yo por ti? Has corrido terribles peligros viniendo a buscarme, sería yo una gran cobarde si no intentase todo para conseguir lo que me pides. Iré a ver al señor de este país y le pediré que me permita marchar contigo; pero antes debes prometerme que me esperarás aquí, sin buscarme y sin entrar en mi casa por mucho que tarde, y pase lo que pase.

Izanagi prometió cumplir al pie de la letra lo que le pedía su esposa y quedó allí, junto a la casa, solo y en la más profunda oscuridad. Pasaron muchas horas y él continuó esperando. De alguna parte llegaba un olor nauseabundo que lo inundaba todo hasta hacer el aire irrespirable. Pasó mucho tiempo y nada cambiaba en la oscuridad salvo el hedor, que aumentaba en intensidad. Prendió fuego a una de las peinetas que llevaba en el pelo y empezó a buscar el origen de tal pestilencia. Fue hasta la entrada de la casa y entró siguiendo el olor; se cubrió la nariz con un pañuelo para poder soportarlo y siguió adelante; abrió una puerta y vio una pequeña cámara. Ante él, envuelto en un sudario, estaba el cuerpo de la amada, descompuesto. Tan sólo un tenue movimiento de su pecho demostraba que seguía viva, pero el resto de su cuerpo era el de alguien que lleva mucho tiempo muerto; de ella manaba el olor insoportable. Alrededor del cuerpo hediondo estaban acurrucados los ocho terribles demonios del trueno, echando fuego por la boca. Izanagi huyó espantado por la horrenda visión; al ruido de la peineta encendida al caer, Izanami se despertó, e inmediatamente se lanzó a perseguir a Izanagi, reprochándole haber faltado a su palabra y haberla avergonzado, por lo que debía destruirle.

Se inició así una loca persecución en la que Izanagi huía por un país desconocido y hostil de la mujer que amaba, que le había enviado una multitud de demonias enfurecidas. Izanagi casi volaba en la oscuridad, pero ellas estaban a punto de alcanzarle. Para evitarlo, arrojó una peineta que llevaba en el lado izquierdo de su cabellera y de ella brotó un enorme viñedo cuyas raíces hicieron tropezar a las demonias. Al levantarse, vieron que de aquellas plantas habían brotado miles de racimos y se abalanzaron a devorarlos. Cuando acabaron con ellos, Izanagi estaba muy lejos, aunque no lo suficiente para que no pudieran alcanzarle. Estaban llegando a él, cuando arrojó la peineta que llevaba en el lado derecho, y brotó una gran cosecha de retoños de bambú sobre la que cayeron las demonias y la devoraron. No tardaron en acabar y reiniciar su persecución, y casi le estaban alcanzando de nuevo cuando Izanagi hizo correr un ancho río que le separó de ellas. Confundidas, regresaron y dijeron a Izanami que habían fracasado en su misión.

Furiosa, Izanami envió a los ocho demonios del trueno y a mil quinientos demonios auxiliares a atrapar a Izanagi. A pesar de la gran ventaja que les llevaba consiguieron alcanzarle. Izanagi se revolvió, desenvainó su espada y se enfrentó a ellos valientemente. La maldad de los demonios era demasiado grande para conseguir matarlos, pero el valor, la fuerza y la destreza del Dios consiguieron que se retiraran momentáneamente.

Agotado, llegó Izanagi a una montaña llamada Yomi-nohorakaza, en la provincia de Izumo; allí encontró un melocotonero cuajado de frutos. Sabiendo que los demonios aborrecen los melocotones, recogió gran cantidad de ellos y, cuando volvieron, se los arrojó. También ellos regresaron junto a Izanami vencidos y confusos. Más enfurecida todavía decidió ir ella misma tras su esposo; pero él ya estaba preparado. Había encontrado un gigantesco peñasco, que colocó junto a la entrada del país de las tinieblas, y allí estuvo esperando mientras recordaba los buenos días pasados con la amada y que ya eran un ensueño irrecuperable. Vio la silueta de la esposa acercarse y entonces cegó la entrada. Ella chilló reprochándole haberla humillado; su voz, antaño dulce y melodiosa, era ahora aguda y destemplada, chirriaba en su retahíla, tan dolorosa para quien había sido su amado. Tranquilo, pero destrozado, dijo entonces Izanagi:

-Rompo nuestros lazos matrimoniales; yo he vuelto a la luz, ¡vuelve tú a las tinieblas!

Ella amenazó con matar todos los días mil hombres y él respondió que cada día haría nacer mil quinientas personas. La rueda del nacimiento y la muerte comenzaba a rodar.

-Se han roto nuestros lazos -dijo él-, también nuestros países deben separarse. Vuelve para siempre a tu tierra de muerte y yo volveré a dar la vida.

Y así se hizo.

 

Izanagi quedó terriblemente apenado por la separación de su esposa, tanto que decidió volver a la Llanura Alta del Cielo. Cuando se disponía a partir, llamó a sus hijos y les entregó el espejo de Izanami diciéndoles:

-He de partir, pero no os dejo solos. En este espejo de plata contempló muchas veces vuestra madre su hermoso rostro; cuando os miréis en él, recordaréis siempre sus facciones perfectas, cuyos ecos lejanos quedan en vos tiempo veréis vuestra imagen. Será doloroso compararos con ella, pero también os ayudará mejorar y acercamos más a sus virtudes.

Después, Izanagi ascendió a la Llanura Alta del Cielo

 

(Luis CAEIRO.- Cuentos y tradiciones japoneses; I.- el mundo sobrenatural. Ed. Libros Hiperión)