LA TELA Y LA CONTRATELA (España)

Esto era una Reina, llamada Morgana, que era muy sabia. Sólo tenía un hijo, pero era aún más sabio que ella; y le tenía dicho que no se podía casar hasta tanto encontrara una novia tan lista como ella. El Príncipe estaba desesperado: no era nada fácil encontrar una esposa así.

Pero, busca que te busca, un día se le hizo de noche y tuvo que pedir alojamiento en una casa donde vivía un matrimonio, ya viejo, con una hija muy joven.

-Mire usted, señor, es que apenas si podemos ofrecerle un poco de pan para comer.

-No se preocupen. Tome dinero y vaya a comprar una perdiz.

Y la mujer se fue pensando:

«Mira si es espléndido: ¡y quiere que de una perdiz comamos cuatro!»

En fin, trajo la perdiz y, puestos ya a cenar, fue el propio Príncipe quien hizo las particiones.

-Tome usted -al padre-, la cabeza. A usted -le dijo a la madre-, la pechuga. Para su hija, las alas. Y yo, con las patas me basta.

Pronto terminaron de cenar y se acostaron. Pero con el hambre, nadie podía pegar ojo. Y oyó el Príncipe hablar al padre y a la hija.

-Este hombre es tonto -decía el padre, que no había escapado muy satisfecho con su ración-. Mira qué particiones ha hecho: a mí me ha dado la cabeza, que nada tiene, y a tu madre, la pechuga; ¿has visto algo más descompensado? ¡Y buena tajada se ha servido él! ¿Habrá aprovechado algo de las patas?

Y oyó que le decía la hija:

-No, padre, él lo que ha hecho es un reparto simbólico. A usted le ha dado la cabeza como cabeza de familia que es. A madre le ha dado la pechuga, porque, viejo usted ya, es ella la que necesita todavía fuerzas para tirar de la casa. A mí las alas, porque ya es hora de que eche a volar. Y él se ha quedado con las patas, porque, yendo de camino, es lo que necesita.

El Príncipe se quedó admirado de la inteligencia de la muchacha.

-Esto es lo que venía yo buscando. A la mañana siguiente, le dijo a los padres:

-Miren ustedes, yo soy el hijo de la Reina Morgana y quiero casarme con su hija. Pero, para que mi madre dé su consentimiento, tengo que convencerla de que su hija es tan sabia como ella. Así que, si ustedes están conformes, tomen este bolsón de dinero, compren un buen mulo y -dirigiéndose al padre- mañana pasee, montada en él, a su hija por toda la capital, voceando:

«Ved aquí a mi hija Juana, más sabia que la Reina Morgana.»

Pues así lo hizo el hombre: se pasó todo el día, calle arriba, calle abajo, voceando:

-Ved aquí a mi hija Juana, más sabia que la Reina Morgana.

Una criada de la Reina lo oyó y fue a contárselo.

-Majestad, hay un hombre pregonando que su hija Juana sabe más que la Reina Morgana.

-¿Sí? Pues llámale y dile que suba. Al rato, volvió con el padre y la hija.

-Buenos días tenga Su Majestad.

-Muy buenas -respondió-. ¿Es ésa su hija Juana?

-Así es, Majestad.

-Pues si es tan lista como decís, sabrá bien servirme. ¡Hala!, idos, que ella se queda aquí para hacerme recados.

Pero la Reina no quería que su hijo encontrara muchachas sabias. Así es que, a la mañana siguiente, llamó a la nueva criadita y le dio una carta.

-Toma, llévasela a mi madre. Y le dices que te dé la Tela y la Contratela.

-¿Y dónde vive su madre?

-¡Ah!, tan sabia como eres, ¿y no sabes ir? Pregunta.

Preguntó a unos y a otros, pero nadie lo sabía. Se sentó en un escalón y ya estaba a punto de echarse a llorar cuando alzó la cabeza y vio al Príncipe.

-¿Qué te ha mandado mi madre?

-Que le lleve esta carta a tu abuela y le pida la Tela y la Contratela. Pero no quiso decirme dónde vivía.

-Tú no te preocupes, que eso lo sé yo. Pero tienes que llevar una alcucilla de aceite y un trozo de pan. Cuando los tengas, sigue este camino hasta el río. Bebe de sus aguas y te dejará pasar. En la otra orilla haz todo el bien que puedas y llegarás al palacio de mi abuela. Pero pon mucha atención a lo que te digo: no le des la carta hasta que ella te dé una cajita con la Tela y la Contratela, que llevas escrita tu condena de muerte. En cuanto tengas en la mano la cajita, suelta la carta y vuélvete corriendo.

Camina que caminarás, la muchacha llegó, con su alcuza y su pan en un hatillo, al río. En la orilla había un avellano tan cargadito de fruto que ya se le había tronchado una rama. Le quitó todas las avellanas y terminó de desgajarle la rama; quedó un palo tan derechito como una cayada; colgó en él el hatillo y se lo echó al hombro.

Después sucedió lo que le dijera el Príncipe: en cuanto bebió agua del río, éste se paró y la dejó pasar. Y vio en la otra orilla a un hombre desescombrando un horno con las manos.

-¡Pero qué hace? ¡Se va a quemar, hombre! Tome este palo y átele un matojo de retama. Cada vez que quiera sacar los rescoldos, moje la retama, y a matojazos.

-¡Uy, no sabes el favor que me haces! Nadie me había dicho eso y tenía ya las manos socarradas.

Siguió adelante y llegó a unas tapias con unas grandes puertas de bronce, que se abrieron para dejarla pasar. Pero chirriaron tanto que la muchacha tuvo que sacar la alcuza Y echarle un poquito de aceite en los goznes

-¡Qué alivio! - le dijo una hoja a la otra--. Tenía ya la cabeza loca.

Las puertas daban al jardín del palacio de la Reina madre. Pasó y vio un perro enorme comiendo paja.

-¿Pero qué comes? Los perros no comen paja; eso está bien para los burros. Toma. -Y le echó el trozo de pan.

Llamó a la puerta del palacio y salió a abrir una Reina viejísima.

-¿Qué quieres, niña?

-Que dice la Reina Morgana que me dé usted la Tela y la Contratela.

-Te habrá dado algo para mí.

-Sí, esta carta. Pero me ha dicho que no se la dé hasta que me dé usted una cajita.

-¡Qué desconfiada! Espera. -Se pasó adentro y, al rato, volvió a salir con la cajita-. ¡Hala!, dámela.

-¡Uy!, no, tiene que ser a la vez.

-Está bien; toma. ¡Pero no la abras!

En cuanto la tuvo en la mano, dio media vuelta y salió corriendo. La Reina madre abrió la carta y la leyó.

-¡Perro! ¡Hala con ella!

-No, que fue muy buena conmigo: me cambió la paja por pan. Ya sólo comeré pan. -¡Puertas, cerraos!

-No, que ella fue muy buena con nosotras: nos engrasó y ya no chirriamos.

La niña pasó y las puertas sólo se cerraron cuando lo iba a hacer la Reina madre. Como pudo, se encaramó a las tapias, pero ya llegaba la muchacha al río.

-¡Hornero! ¡Mete esa niña al horno!

-¡No, que fue muy buena conmigo y me enseñó a no quemarme!

-¡Río, trágatela!

-¡No, que bebió de mis aguas!

La niña lo cruzó y, ya en la otra orilla, libre de apuros, se sentó a la sombra del avellano.

-¡Uf, qué carrera! -Y entonces reparó en la cajita-. ¿Qué será eso de la Tela y la Contratela?

Al abrirla, salieron muchos muñequitos que empezaron a bailar alrededor de ella.

-¡Di qué quieres! ¡Di qué mandas!

-¡Di qué quieres! ¡Di qué mandas!

Y la pobrecilla pues no sabía qué decirles. Quiso meterlos de nuevo en la caja, empezó a correr detrás de ellos... y, nada, no se dejaban coger. Se echó a llorar y se presentó el Príncipe.

-¿Qué te pasa?

-Pues mira...

-Eso no es nada. ¿No oyes que te dicen que qué quieres? Pues mándalos que vuelvan a la caja y verás cómo te obedecen.

Y se lo mandó.

-¡Muñequitos, a la caja! Y se metieron al instante.

-¿Lo ves? No tienes que hacer nada más que mandarles, y todo lo que tú quieras te lo conceden.

-¿Ah, sí? ¿Y qué te parece si mandásemos a tu madre a vivir con tu abuela para que nos dejara en paz?

-¡Ah!, pues muy bien.

-¡Muñequitos! ¡Llevad a la Reina Morgana con su madre!

Fueron a su palacio, la cogió cada uno de un pelo y la llevaron en volandas adonde la Reina madre.

Y allí estarán todavía en amor y compañía.

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