LA GRULLA

Hace mucho tiempo vivían en la región de Togoku un matrimonio de ancianos que tenían un único hijo llamado Kotaro, del que, estaban muy orgullosos, pues era un joven trabajador, respe­tuoso y obediente; pero era además tan bondadoso que a menudo tenían que reprenderle por ello. Ellos eran pobres campesinos que cultivaban un pequeño terreno, y el joven Kotaro ayudaba, ade­más de hacer casi todo el trabajo del campo, yendo al bosque por leña, que luego vendía en el cercano pueblo. Claro que esas pocas monedas apenas suponían nada para sus padres, pues raro era el día en que Kotaro no las compartía con alguno de los mendigos que se encontraba en los caminos o a la salida del pueblo. Naturalmente, los ancianos apreciaban su bondad pero, como estaban tan necesitados, no podían dejar de recriminársela.

Sin embargo, lo que más irritaba al padre de Kotaro era que, cuando tenían la ocasión de cazar alguna pieza, el muchacho se las ingeniaba para, de una u otra manera, ahuyentarla, pues le daba mucha pena matar a los animales y prefería comer menos, e incluso no comer, a matar uno. En fin, que la bondad de Kotaro no le traía más que problemas, pero, por más que se proponía ser menos blando de corazón, no lo conseguía.

-Kotaro, hijo, pareces tonto, no sabes vivir en este mundo -le decían constantemente sus padres y sus vecinos.

Una tarde volvía el joven de vender la leña en la ciudad; había dado a los pobres la mitad del dinero y caminaba pensan­do en lo que le dirían sus padres y en cuánta razón tenían al hacerle esos reproches. Una vez más se propuso, cambiar y comportarse más sensatamente. Hacía una tarde preciosa y to­dos los animales parecían apreciado así, cada uno manifestaba su satisfacción a su manera y el conjunto de todos aquellos sonidos era una auténtica delicia que, inevitablemente, distrajo a nuestro Kotaro de sus pensamientos. Sin embargo, de golpe, escuchó un rumor extraño que chocaba con la plácida armonía de la tarde. Buscó el joven su origen y lo encontró en la copa de un árbol; una grulla blanca se había enredado en las ramas y en su afán por escapar se' debatía horrorizada.

Casi no hace falta decir que el bueno de Kotaro no lo pensó dos veces y se encaramó al árbol para liberarla, mientras habla­ba para tranquilizada. Según se acercaba y separaba las ramas se dio cuenta de que bajo una de sus alas tenía clavada una flecha; esa era la causa de que el pobre animal hubiera quedado atrapado en las ramas.

-Vaya, vaya, ya me extrañaba a mí que te hubieras enre­dado sin más, con lo bien que voláis las grullas. Te duele, ¿eh? Vamos a ver cómo está esa herida. Tranquila, tranquila.

La herid? era poco profunda Yo'lcsin desganos en la carne.

K9taro bajó en sus brazos a la grulla blanca y la llevó a un arroyo donde lavó con todo mimo la herida después de arrancar la flecha. Pero, a pesar de todo, al anima11e resultaba imposible levantar el vuelo.

-Vas a tener que quedarte,en el bosque unos días. No creo que tardes mucho en ponerte bien. Pero no puedes quedarte en cualquier sitio, podrían verte y no todo el mundo es de fiar. Son capaces de guisarte. Ven, buscaremos un lugar seguro.

Tomó de nuevo en sus brazos a la grulla blanca y se internó en el bosque hasta que encontró un rincón recóndito al que era poco probable que llegara nadie. Allí se despidió de la grulla y emprendió el regreso a casa sin dar mayor importancia a su buena obra.

Pasaron unos cuantos días, y una m,añana los padres de Ko­taro vieron que se acercaba a su casa ul)a bellísima jovencita de largos cabellos negros y vestidos muy pobres y pulcros; no lle­vaba más adorno que una pequeña peÍlleta roja. Con exquisita educación y voz leve preguntó por Kotaro, que había ido al bosque por leña. Volvió a preguntar si podía esperarle y los ancianos, naturalmente, respondieron que sí. Se Sentó junto a la casa y, sin apenas moverse, esperó todo el día. Los ancianos, mientras trabajaban, se dirigieron a ella varias veces, sin conse­guir más que amables respuestas evasivas. Sólo sacaron en lim­pio que se llamaba Komatchi.

Pasó la mañana y después la tarde. Hacía ya un rato que se había puesto el sol cuando oyeron acercarse a Kotaro. La joven­cita no se había movido del rincón donde se"quedó al llegar. Sobre sus cabellos se reflejaban los destellos de la luz de la casa y los pálidos rayos de luna; estaba hermosísima con el perfecto óvalo de su cara resaltado entre unos y otros. Ningún hombre podría quedar indiferente ante tal visión inmóvil en la noche, que le daba algo de misterioso y de cotidiano, como la aparición de la primera estrella en una noche de verano. Ni que decir tiene la impresión que nuestro joven tuvo al ver a la bella desconocida a la puerta de su casa; impresión que, aunque casi le dejó sin habla, no fue nada comparada con la que tuvo al oír lo que le dijo.

-Kotaro san, ¿tendrías la bondad de hacerme tu esposa, aunque sea indigna de tal honor?

Cualquiera se habría petrificado al oído, como se petrificó el muchacho. Después creyó haber entendido mal, más tarde, que se trataba de una broma y, después, todas las posibilidades que podamos imaginar pasaron por su cabeza, pero al final tuvo que aceptar lo que estaba oyendo de la imperturbable y delicada voz como lo que era: una increíble proposición matrimonial.

Finalmente, la tentación fue demasiado grande y Kotaro aceptó, a pesar de no conseguir de ella una sola palabra sobre sí misma.

       -Pero nuestro hijo -dijeron los padres al enterarse- no tiene dinero para casarse.

-Kotaro tiene buen corazón -contestó la muchacha- y eso es todo lo necesario para ser feliz y hacer felices a quienes le rodean.

Poco a poco los ancianos se dieron cuenta de las virtudes que adornaban a la que iba a ser su nuera: era trabajadora y discreta, cocinaba extraordinariamente y muy pronto les dio muestras del cariño y respeto que sentía por ellos. Tras la boda, todo fue felicidad en la familia, sobre todo cuando Komatchi dio a su esposo un hijo. Sin embargo, la pobreza no les abando­naba por mucho que trabajaran, y por eso una noche le dijo ella a Kotaro:

-Trabajas mucho, tanto que temo que te agotes, pero a pesar de tus esfuerzos nuestra vida no mejora. He pensado que si tuviéramos un comercio ganaríamos algo más y tendrías que esforzarte menos. Yo sé tejer un poco, si vendemos lo que yo teja podrí_ ser una forma de empezar. Tengo unas pocas mone­.das guardadas, creo que serán suficientes para comprar un telar que pondríamos en el granero, si te parece bien.

De un pequeño hatillo quehabíaitraído consigo sacó vari_s monedas, cuidando de dejar dos. Instalaron, pues, el telar en el granero y desde entonces Komatchir se encerraba en él de la mañana a la noche insistiendo en que nadie fuera a molestada, pues iba a ser un trabajo muy duro.

Poco a poco su esposo y sus suegros vieron cómo empalide­cía, adelgazaba y se debilitaba alarmantemente; tanto que Kota­ro le pidió, muy preocupado, que abandonara el trabajo que tanto la consumía, pero Komatchi sonreía y no le hacía caso.

 Al cabo de tres años salió una mañana del granero llevando en sus brazos una pieza de tela de especial belleza. En ella los colores eran espléndidos y exquisitos; la delicadeza del contras­te entre los dibujos del tejido era tan sólo comparable a la de la textura de la tela, más suave que la más fina de las sedas y, al mismo tiempo, con la extraña cualidad de abrigar más que el más cálido tejido en invierno y ser sumamente fresca en los rigores del verano. Cuanto más se la miraba, mayores primores se descubrían en ella. Pero para conseguir ese resultado había sido preciso un enorme esfuerzo, que hizo _Q.fermar gravemente a Komatchi.

Temieron por su vida durante muchos días pero, poco a poco, la debilidad fue cediendo y comenzó a recuperarse despa­cio. Apenas pudo hablar, llamó a su esposo y le dijo:

-Coge la tela y las dos monedas que dejé en el hatillo. Vete tan lejos como te permitan las dos monedas y, sólo cuando ya no quede nada de ellas, véndela, pero no antes.

Así, Kotaro salió de su casa cargado con la pie_a de tela y con la pena de dejar a su esposa todavía convaleciente, aunque ya fuera de peligro. Pasaron muchos días de viaje hasta que el joven gastó la primera moneda; cuando se acabó, Kotaro estaba llegando a una lejana ciudad que tenía un mercado grande y bullicioso. Allí fue a enseñar la tela a un mercader, que al verla quedó asombrado; después de deshacerse en elogios de la tela y de las manos que habían tejido semejante preciosidad el comerciante le ofreció mil monedas de oro. Hasta ese momento Kotaro no tenía idea clara de lo magnífico de la tela que había tejido su esposa ni del valor que pudiera tener, era un leñador que no sabía de telas ni nada por el estilo, pero desde ese mo­mento empezó a apreciarla. Sin embargo, no aceptó las mil monedas recordando lo que tanto le había encomendado Komatchi, y continuó su viaje, alejándose cada vez más de casa. Po­cos días después llegó a otra ciudad. Aún le quedaba bastante de la segunda moneda. Kotaro, quizás por curiosidad, quizás por no fiarse demasiado del primer comerciante, llevó la tela a otro mercader.

En la tienda de éste9 se podían ver magníficos tejidos con los más delicados dibujos y colores, hojas rojas de arce para ve_tir las damas en otoño, colgantes racimos de glicinas sobre fondos celestes para los ropajes de primavera, ciruelos en flor para finales del invierno, grullas plateadas sobre fondos rojos para vestir el día de la boda, ramas de pino verde intenso y olas marinas. Todos los dibujos que a Kotaro se le pudieran ocurrir estaban en aquella tienda, todos los colores y aun todas las texturas, desde las más toscas y humildes hasta los brocados'

más exquisitos y las sedas más sutiles; sin embargo, ninguna de aquellas telas podía compararse a la que había tejido su esposa. Naturalmente, el ojo perspicaz del mercader apreció desde el primer momento su inigualable calidad. No sabía qué elogiar más, si la ligereza, el dibujo o los colores indefinibles y podría decirse que nunca vistos por la gente, aunque Kotaro reconocía en los rojos el color de la peineta de la que nunca se separaba Komatchi.

 Cuando el comerciante acabó de alabar la pieza ófreció a nues­tro hombre nada menos que diez mil monedas de oro. Kotaro, recordando lo que tanto le había recomendado su esposa dijo: -No puede ser, la pieza no está a la venta.

A lo que repuso el mercader:

      -Comprendo, comprendo. Un trabajo como éste ha de ser mucho más caro. No ha sido mi intención ofenderos al ofrecer tan poco dinero, ha sido una imperdonable estupidez que espero sepáis disculpar. No debéis venderla por menos de veinte mil que, si me lo permitís, os ofrezco ahora mismo.

¡Veinte mil monedas de oro! En toda su vida Kotaro había podido imaginar, ni en sus sueños más desaforados, que existie­ra en el Japón tal cantidad de dinero, ni mucho menos que pudiese ser suyo con tan sólo una palabra. Era mucho dinero, suficiente para emprender el negocio que pensaba Komatchi, arreglar la casa y hacer que todo fuera más fácil para sus ancia­nos padres; además, estaba muy preocupado por la salud de su esposa y añoraba las risas y los juegos del pequeñín. En fin, que la tentación fue demasiado fuerte y vendió la tela desoyen­do los consejos de Komatchi.

      Cuando llegó a casa, sus padres se sintieron muy felices al ver tanto dinero, pero su esposa, ya completamente repuesta, le dijo:

-No esperaste a gastar las dos monedas. Es una lástima, pues hubiéramos podido ganar treinta mil monedas. De todas formas, veinte mil es mucho dinero.

      Komatchi tenía razón y pronto los negocios convirtieron a Kotaro en un hombre próspero y, por fin, pudo la familia salir de la pobreza en la que siempre había vivido. Sin embargo, ni la riqueza ni la alegría de ver a su familia viviendo cómodamen­te rodeados de cuanto pudieran necesitar consiguieron que deja­ra de ser el hombre bondadoso y dulce que siempre había sido.

 Durante algunos años todo fue felicidad en aquella casa en otro tiempo humilde y ahora próspera; pero nada hay peor que la codicia, salvo cuando la avaricia se alía con la ociosidad. Y eso fue exactamente lo que ocurrió.

La madre de Kotaro vivía rodeada de todo mimo y respeto. Komatchi la atendía como la mejor de las hijas y no descuidaba ni el más mínimo detalle que pudiera agradarle, pero la anciana no estaba conforme. Todas las suegras del mundo desearían tener una nuera como Komatchi, pero ella quería más; más dinero sobre todo, así que se le ocurrió que nada mejor para conseguido que su nuera tejiera otra pieza de tela, sin que la preocupara lo más mínimo la grave enfermedad por la que pasó Komatchi a raíz de aquel trabajo. Al principio 10 insinuó casi al descuido, pero, poco a poco, se convirtió en el único tema de conversación con Komatchi.

-Deberías tejer otra pieza de tela, tú misma dijiste que mi hijo malvendió la primera. No es tanto trabajo y ahora tienes más tiempo. Si yo tuviera menos años y tu facilidad no dudaría un momento, no lo haces por perezosa y porque no te importa el porvenir de tu hijo ni la seguridad de dos pobres viejos. Estamos expuestos a cualquier azar que nos deje sin techo, pero eso a ti no te importa, claro, no eres más que una ,extraña a la que recogimos y nos lo pagas así.

Kotaro, cuando oía a su madre, contestaba cariñosamente que no había nada que temer y que tenían, además, suficiente dinero para vivir tranquilamente muchos años. Pero la anciana no cejó en su empeño hasta que, finalmente, Komatchi anunció que se disponía a tejer de nuevo. Como la vez anterior, la joven pidió que nadie entrara a molestarla mientras estaba trabajando durante los siguientes tres años. Kotaro se opuso enérgicamen­te, temeroso de que volviese a enfermar; sin embargo, Komat­chi, con dulces y sensatas palabras le convenció para que le permitiera hacerlo.

Tal y como Kotaro temía, a los pocos días de empezar el trabajo su esposa comenzó a debilitarse y adelg_zar; cada día un poco más agotada, Koniatchi entraba por la'luañana en la habitación donde habían instalado el telar y no salía hasta la noche. A todos les preocupaba su salud menos a su suegra, que no dejaba de repetir a su hijo:

-Hay que ver el cuento que le echa tu mujer a eso de tejer. Ni que fuera la única mujer del Japón que teje telas preciosas, alguna habrá sin quda que lo haga mejor que ella. Es la rabia por tener que trabajar lo que hace que adelgace y no otra cosa.

y el joven callaba por respeto' a su madre, que no por eso dejaba de gruñir y encizañar. Lo cierto es que la anciana se consumía de curiosidad por ver tejer a Komatchi; y, como no era mujer que permitiese que se le escapara nada, deCidió es­piarla. Una mañana, mientras cada uno estaba en su labor, la anciana se deslizó hasta la puerta y la descorrió, apenas una rendija. Ante el telar estaba una grulla tejiendo, una grulla blan­ca que tejía con sus propias plumas arrancadas. Estaba cubierta de sangre y con las alas destrozadas. Volvió a la puerta sus ojos y, al sentirse descubierta, lanzó un grito tan espantoso que atravesó toda la aldea. Kotaro lo oyó y, temiendo algo horrible, corrió a su casa; pero al llegar, la grulla había volado escapán­dose por una ventana, un rastro de plumas ensangrentadas era cuanto quedaba ante el telar. Sollozando, la anciana le contó

todo 'lo que había pasado. Corrió entonces al jardín buscándola, y allí estaba. Sus alas mutiladas y la pérdida de sangre no le habían permitido remontar el vuelo y había quedado atrapada entre las ramas más bajas de los árboles, sin intentar escapar, agonizando. Como en otro tiempo, Kotaro trepó al árbol y la tomó en sus brazos, sintiendo cómo la vida escapaba del frágil cuerpo a medio desplumar.

-Querido Kotaro, soy Komatchi, la grulla blanca que sal­vaste hace tanto tiempo. Vine a ti para agradecerte mi salvación. Ahora debo irme, cuida mucho a nuestro pequeño.

La grulla blanca murió en brazos de su esposo; la enterró en el rín'cón más bello del jardín, a la sombra de un pino venera­ble. Dicen quienes lo vieron que todos los días Kotaro y su hijo visitaban la tumba y meditaban largamente a su lado 11. Fruto de estas meditaciones fue la decisión de Kotaro de fundar sobre la tumba de Komatchi un templo que se llamó Chinzo-ji y que se hizo célebre por la riqueza de sus telas 12.                      .

  

 

11 La versión posterior, según Amparo Takahashi, es distinta. Un anciano libera una grulla presa en una trampa; aparece después una niña que se queda con los ancianos, empieza a tejer hasta hacerles ricos, una noche descubren la naturaleza de la niña y ya no puede seguir ayudándoles. Se convierte de nuevo en grulla y se aleja volando.

12 Según Takahashi, el término chin significa "tela preciosa", zo, "conser­var", y ji, como ya hemos visto, "templo".